sábado, 3 de marzo de 2018

VANIDAD DE VANIDADES


                          La calma del encinar
                          VANIDAD DE VANIDADES

                         

                                            Tomás Martín Tamayo
                                            tomasmartintamayo@gmail.com
                                           Blog Cuentos del Día a Día

A Julio César le dedicaron el mes de julio, a Augusto el mes de agosto y siguiendo esa dinámica de peloteo, un grupo destacado de senadores fue a proponerle a Tiberio desplazar nuevamente septiembre -que era por su raíz latina el séptimo mes en el calendario romano-, para sustituirlo por  el de Tiberio. El emperador, que ya había pasado la barrera de los sesenta años, no se dejaba seducir con tonterías y preguntó a la comitiva del Senado: “¿Y qué haremos con el décimo tercer emperador? ¿Lo dejamos sin mes o ponemos al año tantos meses como emperadores haya?” Los senadores no supieron qué argumentar ante tan graníticas interrogantes y le pidieron que al menos, permitiera que lo deificaran con el título de “divino”, que también tenían sus predecesores. Y Tiberio recurrió de nuevo a su habitual retranca: “¿Tres emperadores y los tres divinos? Con el tiempo pueden haber tantos divinos que el mérito  será reconocerlos humanos”.

Si a muchos de los necios que conocemos les propusieran dar su nombre a un mes, ellos mismos pagarían los destrozos en el calendario. ¡Qué afán por perpetuar el nombre propio en  calles,  puentes o puestos de pipas! Si pudieran, algunos reordenarían el firmamento para que las estrellas se alinearan en el cielo con su nombre y, a ser posible, con el excelentísimo delante.

Conocí a un director de prisiones que antes de estrenar zapatos los llevaba al zapatero para que les pusiera complementos metálicos en los tacones y punteras, porque a él le gustaba oírse y no soportaba unas suelas de goma que silenciaran su paso. Y durante el servicio militar, un cabo primero nos exigía a los reclutas que llegábamos, que  memorizáramos  su nombre y sus apellidos. Benigno Soriano Alcalá se llamaba el prenda, que con la carrera que llevaba es posible que se jubilara de sargento. Otro que tal un periodista de Badajoz, que iba a las ruedas de prensa y se pasaba todo el tiempo escribiendo… ¡su nombre y apellidos!

Dale Carnegie, en “Cómo ganar amigos e influir en las personas” dice que para los vanidosos el nombre propio tiene unas resonancias que superan al deleite de cualquier sinfonía y recomienda que cuando se converse con ellos se introduzca muchas veces el nombre o el título.

Si no es por vanidad y egolatría, ¿qué sentido tiene que algunos conserven el “presidente”, como si eso fuera un legado familiar? ¿Cuántos “presidentes” tenemos ya, además de los presidentes, que lo son por razón de su cargo? Puigdemont, que se está descubriendo como un pirado con ínfulas napoleónicas, no solo exige el tratamiento de presidente, sino que además cree que lo sigue siendo y piensa vivir del rollo el resto de su vida, porque el acuerdo al que han llegado es reconocerle algún titulillo para que pueda seguir ordeñando. Y hace pocos días hemos visto a un imputado, ex de la comunidad valenciana,  exigir a un periodista “el tratamiento que me corresponde” “¿Y qué tratamiento debo darle a usted?” “¡Presidente, soy presidente!” Vaya, de por vida, otro tonto “p´a siempre”

Hemos llegado a un punto de estulticia que parece no tener retroceso pero, como razonaba Tiberio, cuando las calles se llenen de ilustres y excelentes, lo distinguido será ser una persona normal. Vanidad de vanidades, seamos comprensivos y tolerantes con los necios que se aferran al boato porque fuera de él no son nada ni nadie.
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