La calma del encinar
VANIDAD DE
VANIDADES
Tomás Martín Tamayo
Blog
Cuentos del Día a Día
A Julio César
le dedicaron el mes de julio, a Augusto el mes de agosto y siguiendo esa
dinámica de peloteo, un grupo destacado de senadores fue a proponerle a Tiberio
desplazar nuevamente septiembre -que era por su raíz latina el séptimo mes en
el calendario romano-, para sustituirlo por
el de Tiberio. El emperador, que ya había pasado la barrera de los
sesenta años, no se dejaba seducir con tonterías y preguntó a la comitiva del
Senado: “¿Y qué haremos con el décimo tercer emperador? ¿Lo dejamos sin mes o
ponemos al año tantos meses como emperadores haya?” Los senadores no supieron
qué argumentar ante tan graníticas interrogantes y le pidieron que al menos,
permitiera que lo deificaran con el título de “divino”, que también tenían sus
predecesores. Y Tiberio recurrió de nuevo a su habitual retranca: “¿Tres
emperadores y los tres divinos? Con el tiempo pueden haber tantos divinos que
el mérito será reconocerlos humanos”.
Si a muchos
de los necios que conocemos les propusieran dar su nombre a un mes, ellos mismos
pagarían los destrozos en el calendario. ¡Qué afán por perpetuar el nombre
propio en calles, puentes o puestos de pipas! Si pudieran,
algunos reordenarían el firmamento para que las estrellas se alinearan en el
cielo con su nombre y, a ser posible, con el excelentísimo delante.
Conocí a un
director de prisiones que antes de estrenar zapatos los llevaba al zapatero
para que les pusiera complementos metálicos en los tacones y punteras, porque a
él le gustaba oírse y no soportaba unas suelas de goma que silenciaran su paso.
Y durante el servicio militar, un cabo primero nos exigía a los reclutas que
llegábamos, que memorizáramos su nombre y sus apellidos. Benigno Soriano
Alcalá se llamaba el prenda, que con la carrera que llevaba es posible que se
jubilara de sargento. Otro que tal un periodista de Badajoz, que iba a las
ruedas de prensa y se pasaba todo el tiempo escribiendo… ¡su nombre y
apellidos!
Dale
Carnegie, en “Cómo ganar amigos e influir en las personas” dice que para los
vanidosos el nombre propio tiene unas resonancias que superan al deleite de
cualquier sinfonía y recomienda que cuando se converse con ellos se introduzca
muchas veces el nombre o el título.
Si no es por
vanidad y egolatría, ¿qué sentido tiene que algunos conserven el “presidente”,
como si eso fuera un legado familiar? ¿Cuántos “presidentes” tenemos ya, además
de los presidentes, que lo son por razón de su cargo? Puigdemont, que se está
descubriendo como un pirado con ínfulas napoleónicas, no solo exige el
tratamiento de presidente, sino que además cree que lo sigue siendo y piensa
vivir del rollo el resto de su vida, porque el acuerdo al que han llegado es
reconocerle algún titulillo para que pueda seguir ordeñando. Y hace pocos días
hemos visto a un imputado, ex de la comunidad valenciana, exigir a un periodista “el tratamiento que me
corresponde” “¿Y qué tratamiento debo darle a usted?” “¡Presidente, soy
presidente!” Vaya, de por vida, otro tonto “p´a siempre”
Hemos llegado
a un punto de estulticia que parece no tener retroceso pero, como razonaba
Tiberio, cuando las calles se llenen de ilustres y excelentes, lo distinguido será
ser una persona normal. Vanidad de vanidades, seamos comprensivos y tolerantes
con los necios que se aferran al boato porque fuera de él no son nada ni nadie.
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