sábado, 17 de marzo de 2018


                  La calma del encinar
                    ¡PERDONEN, PERO NO ME ACUERDO!

                                                     Tomás Martín Tamayo
                                                      tomasmartintamayo@gmail.com
                                                      Blog Cuentos del Día a Día



Hace días, conversando con Julián Leal, un periodista señero de los que hacen creer en la profesión, comentábamos lo inútil que resulta archivar los agravios de por vida porque, de alguna forma, el saber y el recordar sí ocupan lugar y el cerebro, como un disco duro, también se llena. Y si lo ocupamos con pestilencias del pasado, nimiedades y herrumbres, impedimos que se oxigene con el relente de la mañana, dejándolo como un ladrillo. Deberían las universidades organizar “cursos de verano” en los que se dieran pautas para el olvido, para resetear el cerebro y quitar lastres inútiles de la memoria, pero es más fácil programar sobre la nada para cubrir unas jornadas de lustre universitario, tras las que incluso se entregan titulillos que sirven como créditos académicos. Les regalo sugerencias para un curso útil: “Técnicas para olvidar”.

¿Puede alguien ayudarme a borrar de mi memoria la lista de los treinta y tres reyes godos? ¿El “Mustaphá” de Topolino Radio Orquesta? ¿La sonrisa del que me quitó quinientas pesetas, guardadas  durante años, para comprarme una bicicleta? ¿El suspenso que me dieron porque otro había copiado mi examen? ¿El no de aquella chiquilla con la que quise bailar y prefirió seguir sentada, hasta que se acercó un rubiales? Por supuesto que al que quiero olvidar es al rubiales, que además de estudiar arquitectura, tenía una moto Ducati, un reloj Citizen con alarma, una escopeta de balines… ¿Cómo olvido los vaqueros, “Blue Colorado”, sobre los que Jacinta derramó una botella de lejía? ¿Y la bofetada que me dio un tipillo porque no quise dejarle mi silla en un cine de verano? ¿El cinismo de un politicastro que usó una conversación privada para ridiculizarme públicamente? ¿Cómo me señaló la calle el dueño del bar Ramón, de Badajoz, al que habíamos ido para ver el festival de Eurovisión, porque yo no tenía para pagarme la consumición mínima, un “colacao”?

Un amigo entrañable, al que invité días atrás a un almuerzo colectivo, se negó a asistir porque entre los comensales había uno que  “hace 40 años te echó de un jurado de narraciones por discrepancias políticas contigo”. Yo no me acordaba del suceso porque lo que a mí me tortura es la lista de los reyes godos, pero es verdad que aquello pasó y aunque pasó para mí, no pasó para mi amigo Jaime (¡como para no quererlo!), que lo lleva colgado como yo al que se llevó las quinientas pesetas de mi bicicleta. Ojalá fuéramos como el desmemoriado que acudió al médico: “Doctor, vengo porque tengo muy poca memoria/ ¿Y a qué se debe?/ ¿A qué se debe qué?”

Se dice que es necesario recordar la historia para no repetirla, pero creo que es solo una frase para enmarcar, porque la historia se repite como los ciclos geológicos, el parpadeo, el giro de la Tierra, los días de la semana o el respirar. Recordamos pero no aprendemos, por eso a los electricistas les sigue dando calambre.

¿Es mejor la memoria del elefante que la del pez? Aseguran que la memoria del tiburón es de 3 a 5 segundos, lo que no les ha impedido sobrevivir y evolucionar en los últimos trecientos cincuenta millones de años, porque parece que solo olvidan lo intrascendente, que para recordar lo esencial son tan puntillosos que incluso lo anotan en su ADN.

Un día acabaremos olvidándolo todo, aunque puede que yo siga con Ataulfo, Siguerico, Walia, Teodorato…y Don Rodrigo.

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