sábado, 29 de abril de 2017

CÁCERES NUESTRA



                               La calma del encinar
                               CÁCERES NUESTRA

                                                  Tomás Martín Tamayo
                                                  tomasmartintamayo@gmail.com
                                                  Blog Cuentos del Día a Día

Tenemos en Extremadura tantos lugares para el sosiego que lo que nos  falta es tiempo para saborearlos, calma para sentirlos y ojos para verlos. No voy a caer en el ridículo de descubrir ahora a Cáceres, pero esta semana he tenido la oportunidad de pasearla tres días seguidos y el reencuentro no ha podido ser más reconfortante. Es difícil encontrar una ciudad tan calmosa, llena de historia, tan mansa,  acogedora y radicalmente bella como Cáceres, en la que incluso el ruido de la calle llega con una sordina que lo hace apacible y lejano, mezclando en armonía el eco del pueblo, que afortunadamente sigue siendo, con el de la gran ciudad que es.

 Hace cincuenta años, siendo apenas un mozalbete con el corazón abierto para los asombros, descubrí su ciudad monumental y, de alguna forma, allí me quedé para siempre porque cada vez que he tenido oportunidad,  Cáceres ha sido mi refugio y el lugar donde mejor se restañan mis heridas. Su calma es contagiosa y recorrerla ayuda a relativizar esos pesares que se aligeran andando por sus calles, como absorbidos por las piedras que nos ven pasar.

La Ciudad medieval hay que recorrerla sin prisa, por la mañana, por la tarde, al anochecer, lloviendo y en la madrugada, porque las luces, los colores y los ecos son distintos en cada tramo del día y hasta las pisadas suenan diferentes.  En Cáceres me casé, en la capilla privada de la Casa del Sol, que nos abrieron para que pudiéramos avivar el recuerdo y hacer recuento de la “foto de familia”, con nuestros padres y amigos, en la que tantos ausentes hay ya… Todo permanece impasible en aquellos sesenta metros de capilla, en los que hasta la penumbra parece quieta y adormecida.

El día de San Jorge, el Paseo de Cánovas olía a flores, Feria del Libro,  un hervidero de gente ante las casetas, casi ocultas por la fronda. Familias enteras,  muchos niños, minifalderas con pirsin y mocitos pintones tatuados, que ojeaban y compraban libros, gritando el contraste entre lo que de verdad es y lo que parece, por nuestros prejuicios. Las presentaciones de libros y autores, perfectamente sincronizadas,  el tiempo medido, no hay más protagonista que el libro. La caseta de actividades llena, gente de pie para escuchar el pausado y selecto desgranar del periodista Juan Domingo Fernández, que presentaba una novela…

Cáceres con un anfitrión entrañable  como Juanjo Fernández Santos, cerveza de charla amena y recuerdos. Y vuelta al centro de la ciudad. En la Plaza Mayor las terrazas llenas, hay bullicio, pero al subir por la escalinata de la Torre de Bujaco hasta las luces se aprudentan. Iluminación adecuada, el suelo brilla como mojado, pisadas, susurros, una guitarra en Santa María ponía un eco dulce y lastimero, “Angelitos negros”,  que rebota de piedra en piedra. Risas apagadas, un tipo achispado canturrea el himno del Sevilla, pero rallado en el “sevillista seré hasta la muerte”. Si las piedras hablaran... En Las Veletas un grupo de ingleses se hacían fotos en cada rincón. San Jorge acoge a una novia de blanco que sigue las instrucciones del fotógrafo, mientras el novio, supongo, guiaba el foco de la antorcha. Bajamos por la Cuesta de Aldana hasta el Foro de los Balbos, que recogía de nuevo el eco de la Plaza Mayor… Fueron tres horas de hondo respiro, volvemos al hotel en silencio. Cáceres nos puede.
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