La calma del encinar
LIBROS VIEJOS
Tomás Martín Tamayo
La pasada
semana, en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión de Badajoz, compré varios
ejemplares: “Campo y Pueblo” de Pedro Belloso, tres Libretillas Jerezanas, que dirigía
Feliciano Correa, “Cuentos Extremeños” de Marciano Curiel Merchán y, por dos
euros, “Abstracción de la Culpa”, 2ª Edición, un intento fallido de poemario/desahogo,
con prólogo de Ángel Sánchez Pascual, que publiqué en 1982. Me emocionó
encontrar ese libro, del que conservaba
un par de ejemplares, y me produjo una sensación contradictoria encontrarme
allí, en aquel montón confuso, como morrallas apretujadas en el mar impreciso
de un mostrador sin etiquetas. Éramos lo más parecido al pescado que se tira
por la borda, alimento fácil para las gaviotas.
Como resto del naufragio de alguna biblioteca o como
solitario andarín por un camino que no parece haberle sido muy grato, tornó el
blanco de su portada por el amarillo mortecino que ahora tiene. Ha servido
incluso como posavasos y la base de alguno dejó un tatuaje circular sobre su
piel. Mi libro ha envejecido y vuelve agotado, lleno de cicatrices, vencido
como un elefante que sigue la senda de sus antepasados para descansar. Me
intriga su peripecia vital, la elipse de su trayectoria y esa dedicatoria que escribí, en
el Hogar Extremeño de Madrid, el 18 de noviembre de 1982: “Para A. Castaño, con
el ofrecimiento de mi amistad”. ¿Quién es A. Castaño y cómo ese libro, que le
firmé en Madrid, 35 años después arriba a la playa de una caseta en Badajoz? ¿Cuánto
tiempo lleva naufragando de feria en feria, esperando que alguien lo rescate?
El librero no lo sabía con exactitud, cree que procede de una biblioteca que compró
hace un par de años en Toledo… ¡Ay, si mi libro pudiera hablar!
Como los libros viejos, como mi libro -que yo no sé si lo encontré o me encontró-, a
todos nos vuelven con frecuencia vivencias que quedaron ensartadas en un rincón
apartado de la memoria: un mueble, la puerta herida de lluvia y viento, el
chirriar de un postigo, el cadente sonido del afilador callejero, las caras difusas
del enlosado, el desconchado de una pared, el olor dulzón de unas perrunillas,
con su corteza de clara batida, azúcar y canela. La memoria, como mi libro, se
niega a bajar la persiana para siempre y nos devuelve la lejana caricia, el
primer desengaño, la retahíla de los
reyes godos, el soniquete cantarín de la tabla de multiplicar, el bullicio en
el recreo, el paso firme del maestro, el chirriar de la tiza en la pizarra, el
crepitar del brasero... Y en la puerta de la escuela sigue esperando mi perro, moviendo
la cola y reclamando una caricia.
Restos de la memoria y restos de una biblioteca que se vende
a ojo de buen cubero, libros y recuerdos que emprenden un viaje hacia ninguna
parte y que vuelven derrotados, como el hijo pródigo, buscando un techo o un
lecho que no encontraron, porque los libros y los sentimientos que no hallan
acomodo, deambulan sin rumbo y vuelven siempre con los pies heridos. Mi libro
ya está a salvo, en un estante de libros dedicados, flanqueado por otros que
también llevan orgullosos las firmas de sus autores, aunque es el único que
lleva mi propia firma y el ofrecimiento de mi amistad a un enigmático A.
Castaño, al que espero que le haya ido bien. En todo caso, que encuentre posada
y paz, como mi libro.
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