martes, 8 de septiembre de 2015

DEL SECARRAL A LOS HUMEDALES

                             

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                              La calma del encinar
                              DEL SECARRAL A LOS HUMEDALES

                                                                 Tomás Martín Tamayo
                                                                 tomasmartintamayo@gmail.com
                                                                 Blog Cuentos del Día a Día



En el secarral de junio, la niña no entendía por qué tenían que dormir en un banco del parque y la madre no sabía cómo explicarle que se habían quedado sin casa, así es que, acariciándole la cabeza, le dijo que eran muy afortunadas porque mientras los demás tenían un techo a dos metros de sus narices, ellas disfrutaban del manto estrellado de la noche. La niña se quedó sorprendida, miró hacia arriba y le pareció convincente. Nunca hasta entonces había reparado en aquel inmenso lienzo azul sobre su cabeza, en el que colgaban puntitos relucientes. Se acurrucó contra su madre y durmió. Durante julio y agosto las estrellas velaron su sueño, pero el secarral cedió paso a los humedales de septiembre, el cielo ocultó el manto estrellado y comenzó a llorar una lluvia perezosa que las dejó solas y ateridas de frío. La gente corría a su alrededor, mientras los goterones alimentaban los apresurados charcos, que hicieron del banco una isla diminuta. El manto azul y los puntitos brillantes desaparecieron y sobre sus cabezas sólo había brochazos negros, marrones y rojizos.

 La madre, con una puerta vieja, ramas y planchas de latón, improvisó un techado para protegerse de la lluvia. La niña miró hacia arriba, vio el techo angulado a medio metro de su cabeza y preguntó a su madre que dónde estaba el manto estrellado. Hoy no está, le dijo la madre, hoy tenemos que escondernos porque la noche ha soltado a sus sombras, que andan por ahí fuera, con afilados cuchillos. La niña sintió un escalofrío y le pareció ver en los charcos el reflejo de los cuchillos afilados que las sombras enseñaban, se acurrucó contra su madre y durmió, sabiéndose protegida por el techo de la puerta y el latón.

La niña no sabía, y la madre tampoco, que las sombras negras que las echaron de su casa siguen dentro y fuera del parque, porque ellas están en todas partes y siempre permanecen acechantes e imperturbables. Las sombras negras nunca dejan descansar a sus cuchillos y entran por puertas, ventanas y atraviesan paredes. Son las dueñas de todo, también del parque, de la puerta, de las planchas y de los ramones secos, arrancados a unos árboles que también son suyos, porque hasta las tijeras de podar les pertenecen. Y a los jardineros los tienen en nómina, para que planten lo que ellas quieren, cuando a ellas les interesa. Todo es de las sombras, incluso los charcos y los brochazos negros, marrones y rojos. También el secarral, los humedales, el manto estrellado, la noche y sus cuchillos… La madre y la niña  ignoran que, además del techo que les quitaron, ellas también son parte del botín de una guerra interminable en la que no han participado. La guerra y sus bandos, también son de las sombras. El bando que gane siempre será el suyo. Y el que pierda también.
 
Nada es igual, todo ha cambiado y hasta los rótulos son diferentes dentro y fuera del parque. Los vehículos azules ahora son anaranjados y las marionetas que mueven otras marionetas han cambiado de chistera pero, la niña y su madre siguen en el parque, mirando el cielo como solución de sus males y teniendo muy cerca la puerta y las chapas, por si tienen que improvisar otra vez el techo que las proteja de las sombras y sus cuchillos. Bordeando el banco y los charcos, ya no confían ni en los humedales ni en el secarral. Hace mucho que la niña le dio la espalda a un cielo que no la protege y le da igual el manto estrellado que los brochazos negros marrones y rojos.

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