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La calma del encinar
OBSESIONES ENFERMIZAS
Tomás Martín Tamayo
El pasado lunes, Ana Zafra señalaba con su habitual socarronería que
algunos personajes históricos, como Alejandro Magno o Leonardo da Vinci,
estaban en el listado de “deficientes ilustres” por ser homosexuales. La
columnista se reía abiertamente de la simplicidad de ciertas catalogaciones,
que vienen a demostrar una obsesión enfermiza por las orientaciones sexuales de
los demás. No hay que irse tan lejos, porque todavía en siete países se aplica
la pena de muerte al acto sexual consensuado entre adultos del mismo sexo y
está tipificado como delito en otros setenta y nueve, incluyendo entre las
penas la mutilación y la castración. Y ya conocemos el criterio de algunos
personajes ilustres de nuestros días, como el cardenal Fernando Sebastián, que
considera que la homosexualidad es una deficiencia que se puede curar con tratamiento
adecuado. Lástima que no dijera cual es el tratamiento adecuado, porque eso le
hubiera reportado el Nobel en varias disciplinas, incluida la del disparate.
Si los heterosexuales no tenemos tratamiento, ni lo queremos porque así
estamos en la gloria, e incluso se considera loable y equilibrada nuestra
inclinación natural hacia el sexo contrario, no sé a qué tratamiento puede
referirse el cardenal para “curar” la inclinación de los homosexuales hacia los
del mismo sexo. Aunque siempre hay un remedio para todo y el que se aplica en
esos siete países cura todas las enfermedades. Hasta hace muy pocos años la
prisión de Badajoz (actual MEIAC) acogía a homosexuales de toda España, la
mayoría condenados por “escándalo público” y encarcelados para cumplir
sucesivas condenas bajo aquel sucedáneo de la “ley de vagos y maleantes”, que
fue la “Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social” y que consistía en
encarcelar a todo lo que estorbaba en la calle. Hacer limpieza, decían. La
cárcel de Badajoz, mira qué suerte, tenía el privilegio de estar catalogada a
nivel nacional como “Asistencial”, con la pretensión de ser un centro de rehabilitación
de homosexuales, aunque yo que estaba allí y tenía como alumnos a todos
aquellos “enfermos”, nunca supe que se aplicara terapia alguna para rehabilitar
a nadie, excepto el tratamiento vergonzante de hacinarlos para que purgaran una
pena “ejemplarizante”. Parece que el tratamiento no era muy eficaz, porque al
poco volvían a entrar con la misma “deficiencia”.
Eran otros tiempos y si se sigue la ruta de los países que actualmente
penalizan la homosexualidad, con excepcionales sarpullidos, no se sale del
tercer mundo, pero que hoy, todavía, una persona cuerda y culta como se supone
que debe ser un cardenal, salga con estos jaleos es para plantearnos muchas
cosas e incluso cuestionar las desconocidas razones del Papa Francisco, que es
el que lo ha hecho cardenal. No me extraña que Susanne Atanus, candidata
republicana al Congreso de EE.UU lleve como latiguillo de su exitosa campaña
que el autismo y la demencia son consecuencias del enfado de Dios y que Dios
castiga la homosexualidad con tornados y lluvias torrenciales… ¿Se imaginan a
la tipa legislando e impartiendo doctrina? Pero volviendo a nuestro cardenal,
alguien debería preguntarle no sólo por la terapia antihomosexualidad, sino por
qué cree que hay que aplicarla y ya puestos, preguntarle también si tiene estudios estadísticos del éxito de
la misma después de haberla
experimentado en su entorno.
Resulta bastante ridículo que donde estamos y como estamos, algunos
sigan con la obsesión enfermiza de olisquear en las entrepiernas del prójimo y,
además, haciendo de ellas una cuestión médico-religiosa, metiendo a Dios en sus
desvaríos. Pues amén.