jueves, 14 de octubre de 2010

EL DESFILE


Estaba en el campo bajo la calma de una encina, con los oídos en el pío, pío de los pajaritos y la mirada distraída en el ordenador, viendo el desfile, o la parada militar, o como se llame eso de ver pasar misiles, tanques y soldados con escopetas, a toda marcha. En la tribuna estaban los que mandan, y los que van a mandar. También estaba el heredero, el sucesor, elegido por su padre en detrimento de la primogenitura. Engalanados los ellos y, alejadas, muy bien puestas las ellas. Las cintas, las medallas y los medallones brillaban al sol del medio día cuando unos aviones hicieron varias pasadas en raso, dejando detrás los colores de la bandera, mientras el tararí-tararí y el chunda-chunda apagaba el golpeteo emocionado de los corazones. El sucesor, al lado de su padre, de parecida estatura, saludaba militarmente el paso glorioso de las banderas y estandartes, secundados por el tintineo de los cordones dorados y las medallas. No se ha dicho nada, pero parece claro que el relevo ya tiene fecha en el calendario.

Los abanderados sacaban pecho al pasar por la tribuna y miraban de reojo, como buscando verse en las pupilas de los mandamases que distraídamente miraban sin ver. Alrededor un cinturón de protección, firmes, como soldados de terracota, vigilaban atentos el paso acelerado de los uniformes. “Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo, ya se oyen los claros clarines, la espada se anuncia con vivos reflejos”. Un bimotor pasa lento, gira, hace un tirabuzón y escupe a varios paracaidistas que caen mansos sobre una diana dibujada en el suelo. El gentío aplaude emocionado y antes de que los corazones se serenen, pasan los zapadores con sus palas y sus picos y su arte marcial y tabernario. Los sigue un cuerpo de élite, de esos enamorados de la muerte, que hacen gritar al pueblo tras una valla protectora, aunque no se sabe si protege al pueblo de los que mandan o a los que mandan del pueblo.

Todos miran al sucesor porque, a fin de cuentas, más pueden sacar del que llega que del que se va. Hay emoción patriótica en las caras cuando pasan los primeros misiles. La gente grita y miles de banderas acarician el viento al paso del cuerpo de caballería. Los corceles se saben protagonistas y pisan el asfalto demostrando su doma de élite. Hay fuego en las miradas de los animales y hielo en la de los jinetes que se vuelven a la tribuna para saludar. La primera fila del populacho está uniformada con una cazadora gris, de cremallera, como le gusta al supremo, al padre de la patria, al querido líder, que aplaude bonachón y magnánimo. Su cara abotargada y su mirada perdida hacen que la gente mire y compare. El heredero sonríe.

Esto ocurre en Corea del Norte, el último eslabón de un estalinismo tan oscuro como decadente, donde se ha impuesto un comunismo estrafalario y sucesorio. Kin Il-sung pasó la antorcha a su alevín, King Jong-Il, que ahora se la pasa al joven King Jong-un. Son los tres únicos nombres de un país colgado en un pico del tiempo. Apagué el ordenador y me quedé con el pío, pío de los pajaritos.

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