domingo, 4 de julio de 2010

EL COCHECITO


Un amigo con mucha retranca me ha traído una preciosa película de Pepe Isbert: “El cochecito”. No la conocía pero hoy, después de haberla visualizado, creo que es incluso superior a “Bienvenido Ms. Marshall”. Isbert, en su línea de abuelo bonachón y corajudo, borda un papel dificilísimo, enriqueciendo con una interpretación magistral la pobreza de recursos y la limitación de un guión apresurado. La dirigió Marco Ferreri y acaba de cumplir cincuenta esplendorosos años. La idea matriz es muy simple, un grupo de ancianos decrépitos, con todos los achaques de la edad e impedidos para poder caminar, se juntan todas las mañanas en un descampado para relatarse sus proezas y hacer cabriolas subidos a sus cochecitos de inválidos. Entre ellos hablan de los últimos modelos y alguno, ya en aquella época, muestra a los demás los tuneados que ha hecho a su silla propulsada y presume del trueque que han realizado al motor para que suba mejor y alcance más velocidad. Es fácil imaginar la admiración y la envidia que eso produce.

Con estos ingredientes el panorama se presenta desolador, porque todos están impedidos y llenos de costurones. El que no sufre una tuberculosis ósea, padece una gangrena, tiene las vértebras machacadas o amputadas las dos piernas. La tristeza y la soledad están en sus ojos y los surcos que la vida ha ido cincelando en todos ellos son tan profundos como las limitaciones que reflejan. El cochecito es el centro de su universo, el eje sobre el todos giran y el principio y fin de ese ramillete de desahuciados que aceleran sus corazones con sus pequeños motores. Cuando giran el puño y dejan atrás a los peatones, se sienten jóvenes, poderosos e importantes, con una importancia que nunca antes habían tenido. Sentados en sus mullidos asientos aceleran a tope porque el viento los rejuvenece y el estrépito y la vibración del motor los aleja de la nada que siempre han sido.

El cochecito les pone alas, los catapulta al mundo de sus sueños imposibles, los rescata de sus miserias, les aparenta una independencia que no tienen y hace realidad sus delirios de grandeza. Allí se despojan de sus complejos y al mirar por el retrovisor se ven como nunca fueron: libres, fuertes y grandes. Uno confiesa que incluso para ir a comprar el periódico, al otro lado de la calle, coge el cochecito porque sin el se siente desnudo. Otro, ufano y sacando pecho, va a esperar a sus nietos al colegio o a comprar el pan en la tienda de la esquina, acelerando para que todos reparen en su presencia. El cochecito lo es todo.

El trasfondo de la película es que uno de ellos se aburre y vuelve a sus muletas con el enfado de todos los demás, que no entiende semejante disparate. Otro, Pepe Isbert, que es el único que puede caminar, y por eso se siente en inferioridad de condiciones, pide a todos los santos una paraplejía que no llega… ¡Hasta las joyas de su difunta empeñó para conseguir un cochecito para cada día de la semana!

¿La conclusión? Vean la película o sáquenla ustedes mism

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