viernes, 8 de agosto de 2008

Salvajadas de verano


Sé que lo que se lleva hoy en Extremadura es posicionarse respecto a las chorradas del concejal catalán, secundadas por el gilipollas de ERC, pero lo que el cuerpo me pide es escribir de un asunto serio y preocupante, como son las salvajadas estivales, la tortura de los animales, amparadas en festejos y tradiciones.


Si es por tradición, todavía podíamos seguir justificando la quema brujas, la lapidación de las adúlteras, el derecho de pernada o el campanillo en los leprosos. Hay tradiciones repugnantes que pudieron tener alguna justificación en su día, pero que hoy no son más que resquicios de brutalidad de un tiempo supuestamente superado.


En verano hay «tradiciones» en cada pueblo y es fácil asistir a espectáculos denigrantes en los que el civismo tradicional que pretenden preservar, consiste en torturar a algún animal. Toros, cabras, perros, gansos y gallos sirven en su sufrimiento para diversión de padres e hijos «porque así se ha hecho siempre y esto es tradición en nuestro pueblo». Estas prácticas populares son las que han movilizado a cinco millones de ciudadanos en la Unión Europea para que corten de raíz la tortura de animales.


Hace años, 600.000 españoles presentamos en el Congreso una petición para que se considerara delito toda tortura infligida a los animales. Se acogió la petición por unanimidad y se modificó el Código Penal, pero las «tradiciones» imponen su ley particular y cada verano se reedita las torturas de los animales. La Ley aprobada no sirve para nada.


En una tertulia taurina oí relatar a un picador de la cuadrilla de Paco Camino, que él sentía el pánico de los caballos cuando en los corrales los preparaban para salir al ruedo. Explicaba el picador que nada más oír el ruido ambiental, el jaco comenzaba a sudar copiosamente y cuando lo montaba sentía los temblores y el miedo del animal. Aseguraba que el día de la corrida los caballos estaban especialmente inquietos, comían menos, bebían mucha agua y se asustaban por cualquier ruido. Y añadió, con mucha reserva, algo que me conmovió profundamente: «En algunas ocasiones, al taparle los ojos, antes de salir al ruedo, algunos caballos lloran y las lágrimas les llegan hasta el hocico».


Está claro que los animales tienen memoria escénica, sienten, sufren y somatizan su angustia con sudor, temblores, sed y puede que incluso con llanto. Las tradiciones, las costumbres, el se ha hecho siempre, el turismo y el folklore, no pueden servir de parapeto para justificar prácticas en las que no caen ni los propios animales. Torturar a un animal, propiciándole un sufrimiento innecesario, es hoy un delito y no hay tradición que exculpe a los que lo hacen, aunque electoralmente convenga mantenerlas.


Mal asunto es iniciar a nuestros hijos en salvajadas locales, enseñándole en vivo y en directo la cara de la crueldad que solemos ocultar bajo apariencias respetables. El que tortura a un animal puede torturar a un hombre.

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