sábado, 7 de octubre de 2006

Hoja de calendario


Tengo un amigo que está empeñado en torcerle el brazo al tiempo y el tiempo, claro, se ríe de mi amigo y de sus acelerones. Cada día tiene veinticuatro horas y aunque Lucho Gatica suplique al reloj que no marque las horas, minuto a minutos las horas pasan y hagamos lo que hagamos caen imperturbables las hojas del calendario. En el huevo está el ave, pero necesita la caricia del tiempo, que es el que obra la transformación y opera el milagro de la vida. Por mucho afán que pongamos, la semilla necesita tiempo para germinar, tiempo para hacerse árbol, tiempo para ofertar el fruto que, además, lo dará a su tiempo. El tiempo doblega la espalda del gigante, cubre de musgo la fachada de piedra y muerde el acero más templado.

No es ninguna frase retórica “dar tiempo al tiempo”, porque lo que no resolvemos nosotros nos lo resuelve el tiempo, a veces en poco tiempo, porque sabe dominar la espera y establecer los aguardos. El tiempo derriba muros, abre puertas y ventanas, cierra la espera y la herida, desmiente fidelidades y promesas olvidadas y sigue su camino imperturbable, indiferente, frío y dominante. El tiempo tiene todo el tiempo y por eso no se precipita ni adelanta acontecimientos. Mi amigo se confunde al querer acelerarlo y lo más sensato es que se rinda y acomode su paso al paso del tiempo.

El tiempo es sabio y presta sabiduría al que lo sigue de forma sosegada, huyendo de las precipitaciones. ¿Cuanto tiempo necesitó la piedra para ser piedra? Cuando al feto le falta tiempo el resultado es un aborto. El tiempo nos lleva, nos nace, nos crece, nos envejece y lo hace a su paso, sin acelerarse, sin alterar su ritmo. A su tiempo...

Si mi amigo supiera ver lo inútil de su empeño, concluiría por sosegarse y abandonaría su estrafalaria lucha por dominar lo que nos domina. Si supiera esperar y darse tiempo, el tiempo lo gratificaría con la pomada balsámica del tiempo y mi amigo volvería a sonreír. A tiempo.

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